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ЖАНРЫ

La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке
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Movi'o su cabeza Robledo. No; nunca hab'ia o'ido tal nombre.

– Es un antiguo amigo de la familia de mi mujer. Gracias 'a Fontenoy, soy director de importantes explotaciones en pa'ises lejanos, lo que me proporciona un sueldo respetable, que en otros tiempos me hubiese parecido la riqueza.

Robledo mostr'o una curiosidad profesional. «!Explotaciones en pa'ises lejanos!…» El ingeniero quer'ia saber, y acos'o 'a su amigo con preguntas precisas. Pero Torrebianca empez'o 'a mostrar cierta inquietud en sus respuestas. Balbuceaba, al mismo tiempo que su rostro, siempre de una palidez verdosa, se enrojec'ia ligeramente.

– Son negocios en Asia y en 'Africa: minas de oro… minas de otros metales… un ferrocarril en China… una Compa~n'ia de navegaci'on para sacar los grandes productos de los arrozales del Tonk'in… En realidad yo no he estudiado esas explotaciones directamente; me falt'o siempre el tiempo necesario para hacer el viaje. Adem'as, me es imposible vivir lejos de mi mujer. Pero Fontenoy, que es una gran cabeza, las ha visitado todas, y tengo en 'el una confianza absoluta. Yo no hago en realidad mas que poner mi firma en los informes de las personas competentes que 'el env'ia all'a, para tranquilidad de los accionistas.

El espa~nol no pudo evitar que sus ojos reflejasen cierto asombro al oir estas palabras.

Su amigo, d'andose cuenta de ello, quiso cambiar el curso de la conversaci'on. Habl'o de su mujer con cierto orgullo, como si considerase el mayor triunfo de su existencia que ella hubiese accedido 'a ser su esposa.

Reconoc'ia la gran influencia de seducci'on que Elena parec'ia ejercer sobre todo lo que le rodeaba. Pero como jam'as hab'ia sentido la menor duda acerca de su fidelidad conyugal, mostr'abase orgulloso de avanzar humildemente detr'as de ella, emergiendo apenas sobre la estela de su marcha arrolladura. En realidad, todo lo que era 'el: sus empleos generosamente retribu'idos, las invitaciones de que se ve'ia objeto, el agrado con que le recib'ian en todas partes, lo deb'ia 'a ser el esposo de

«la bella Elena».

– La ver'as dentro de poco… porque t'u vas 'a quedarte 'a almorzar con nosotros. No digas que no. Tengo buenos vinos, y ya que has venido del otro lado de la tierra para comer queso de Brie, te lo dar'e hasta matarte de una indigesti'on.

Luego abandon'o su tono de broma, para decir con voz emocionada:

– No sabes cu'anto me alegra que conozcas 'a mi mujer. Nada te digo de su hermosura; las gentes la llaman «la bella Elena»; pero su hermosura no es lo mejor. Aprecio m'as su car'acter casi infantil. Es caprichosa algunas veces, y necesita mucho dinero para su vida; pero ?qu'e mujer no es as'i?… Creo que Elena tambi'en se alegrar'a de conocerte… !Le he hablado tantas veces de mi amigo Robledo!…

CAP'ITULO II

La marquesa de Torrebianca encontr'o «altamente interesante» al amigo de su esposo.

Hab'ia regresado 'a su casa muy contenta. Sus preocupaciones de horas antes por la falta de dinero parec'ian olvidadas, como si hubiese encontrado el medio de amansar 'a su acreedor 'o de pagarle.

Durante el almuerzo, tuvo Robledo que hablar mucho para responder 'a las preguntas de ella, satisfaciendo la vehemente curiosidad que parec'ian inspirarle todos los episodios de su vida.

Al enterarse de que el ingeniero no era rico, hizo un gesto de duda. Ten'ia por inveros'imil que un habitante de Am'erica, lo mismo la del Norte que la del Sur, no poseyese millones. Pensaba por instinto, como la mayor parte de los europeos, si'endole necesaria una lenta reflexi'on para convencerse de que en el Nuevo Mundo pueden existir pobres como en todas partes.

– Yo soy todav'ia pobre – continu'o Robledo – ; pero procurar'e terminar mis d'ias como millonario, aunque solo sea para no desilusionar 'a las gentes convencidas que todo el que va 'a Am'erica debe ganar forzosamente una gran fortuna, dej'andola en herencia 'a sus sobrinos de Europa.

Esto le llev'o 'a hablar de los trabajos que estaba realizando en la Patagonia.

Se hab'ia cansado de trabajar para los dem'as, y teniendo por socio 'a cierto joven norteamericano, se ocupaba en la colonizaci'on de unos cuantos miles de hect'areas junto al r'io Negro. En esta empresa hab'ia arriesgado sus ahorros, los de su compa~nero, 'e importantes cantidades prestadas por los Bancos de Buenos Aires; pero consideraba el negocio seguro y extraordinariamente remunerador.

Su trabajo era transformar en campos de regad'io las tierras yermas 'e incultas adquiridas 'a bajo precio. El gobierno argentino estaba realizando grandes obras en el r'io Negro, para captar parte de sus aguas. 'El hab'ia intervenido como ingeniero en este trabajo dif'icil, empezado a~nos antes. Luego present'o su dimisi'on para hacerse colonizador, comprando tierras que iban 'a quedar en la zona de la irrigaci'on futura.

– Es asunto de algunos a~nos, 'o tal vez de algunos meses – a~nadi'o. – Todo consiste en que el r'io se muestre amable, prest'andose 'a que le crucen el pecho con un dique, y no se permita una crecida extraordinaria, una convulsi'on de las que son frecuentes all'a y destruyen en unas horas todo el trabajo de varios a~nos, obligando 'a empezarlo otra vez. Mientras tanto, mi asociado y yo hacemos con gran econom'ia los canales secundarios y las dem'as arterias que han de fecundar nuestras tierras est'eriles; y el d'ia en que el dique est'e terminado y las aguas lleguen 'a nuestras tierras…

Se detuvo Robledo, sonriendo con modestia.

– Entonces – continu'o – ser'e un millonario 'a la americana ?Qui'en sabe hasta d'onde puede llegar mi fortuna?… Una legua de tierra regada vale millones… y yo tengo varias leguas.

La bella Elena le o'ia con gran inter'es; pero Robledo, sinti'endose inquieto por la expresi'on moment'aneamente admirativa de sus ojos de pupilas verdes con reflejos de oro, se apresur'o 'a a~nadir:

– !Esta fortuna puede retrasarse tambi'en tantos a~nos!… Es posible que s'olo llegue 'a m'i cuando me vea pr'oximo 'a la muerte, y sean los hijos de una hermana que tengo en Espa~na los que gocen el producto de lo mucho que he trabajado y rabiado all'a.

Le hizo contar Elena c'omo era su vida en el desierto patag'onico, inmensa llanura barrida en invierno por hu-racanes fr'ios que levantan columnas de polvo, y sin m'as habitantes naturales que las bandas de avestruces y el puma vagabundo, que, cuando siente hambre, osa atacar al hombre solitario.

Al principio la poblaci'on humana hab'ia estado representada por las bandas de indios que vivaqueaban en las orillas de los r'ios y por fugitivos de Chile 'o la Argentina, lanzados 'a trav'es de las tierras salvajes para huir de los delitos que dejaban 'a sus espaldas. Ahora, los antiguos fortines, guarnecidos por los destacamentos que el gobierno hab'ia hecho avanzar desde Buenos Aires para que tomasen posesi'on del desierto, se convert'ian en pueblos, separados unos de otros por centenares de kil'ometros.

Entre dos poblaciones de estas, considerablemente alejadas, era donde viv'ia Robledo, transformando su campamento de trabajadores en un pueblo que tal vez antes de medio siglo llegase 'a ser una ciudad de cierta importancia. En Am'erica no eran raros prodigios de esta clase.

Le escuchaba Elena con deleite, lo mismo que cuando, en el teatro 'o en el cinemat'ografo, sent'ia despertada su curiosidad por una f'abula interesante.

– Eso es vivir – dec'ia. – Eso es llevar una existencia digna de un hombre.

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