La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке
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Con la m'usica estridente de las orquestas ven'ia 'a juntarse un estr'epito de feria. Los que no estaban ocupados en bailar lanzaban por el aire serpentinas y bolas de algod'on, 'o insist'ian con un deleite infantil en hacer sonar peque~nas gaitas y otros instrumentos pueriles.
Flotaban en el aire cargado de humo esferas de caucho de distintos colores que los concurrentes hab'ian dejado escapar de sus manos. Los m'as, mientras com'ian y beb'ian, llevaban tocadas sus cabezas con gorros de beb'e, crestas de p'ajaro 'o pelucas de payaso.
Hab'ia en el ambiente una alegr'ia forzada y est'upida, un deseo de retroceder 'a los balbuceos de la infancia, para dar de este modo nuevo incentivo 'a los pecados mon'otonos de la madurez. El aspecto del restor'an pareci'o entusiasmar 'a Elena.
– !Oh, Par'is! !No hay mas que un Par'is! ?Qu'e dice usted de esto, Robledo?
Pero como Robledo era un salvaje, sonri'o con una indiferencia verdaderamente insolente. Comieron sin tener apetito y bebieron el contenido de una botella de champa~na sumergida en un cubo plateado, que parec'ia repetirse en todas las mesas, como si fuese el 'idolo de aquel lugar, en cuyo honor se celebraba la fiesta. Antes de que se vaciase la botella, otra ocupaba instant'aneamente su sitio, cual si acabase de crecer del fondo del cubo.
La marquesa, que miraba 'a todos lados con cierta impaciencia, sonri'o de pronto haciendo se~nas 'a un se~nor que acababa de entrar.
Era Fontenoy, y vino 'a sentarse 'a la mesa de ellos, fingiendo sorpresa por el encuentro.
Robledo se acord'o de haber o'ido hablar 'a Elena repetidas veces del banquero mientras estaban en el teatro, y esto le hizo presumir si se habr'ian visto aquella misma tarde. Hasta se le ocurri'o la sospecha de que este encuentro en Montmartre estaba convenido por los dos.
Mientras tanto, Fontenoy dec'ia 'a Torrebianca, rehuyendo la mirada de la mujer de 'este:
– !Una verdadera casualidad!… Salgo de una comida con hombres de negocios; necesitaba distraerme; vengo aqu'i, como pod'ia haber ido 'a otro sitio, y los encuentro 'a ustedes.
Por un momento crey'o Robledo que los ojos pueden sonreir al ver la expresi'on de jovial malicia que pasaba por las pupilas de Elena.
Cuando la botella de champa~na hubo resucitado en el cubo por tercera vez, la marquesa, que parec'ia envidiar 'a los que daban vueltas en el centro del sal'on, dijo con su voz quejumbrosa de ni~na:
– !Quiero bailar, y nadie me saca!…
Su marido se levant'o, como si obedeciese una orden, y los dos se alejaron girando entre las otras parejas.
Al volver 'a su asiento, ella protesto con una indignaci'on c'omica:
– !Venir 'a Montmartre para bailar con el marido!…
Puso sus ojos acariciadores en Fontenoy, y a~nadi'o;
– No pienso pedirle que me invite. Usted no sabe bailar ni quiere descender 'a estas cosas fr'ivolas… Adem'as, tal vez teme que sus accionistas le retiren su confianza al verle en estos lugares.
Luego se volvi'o hacia Robledo:
– ?Y usted, baila?…
El ingeniero fingi'o que se escandalizaba. ?D'onde pod'ia haber aprendido los bailes inventados en los 'ultimos a~nos? 'El s'olo conoc'ia la cueca chilena, que danzaban sus peones los d'ias de paga, 'o el peric'on y el gato, bailados por algunos gauchos viejos acompa~n'andose con el retint'in de sus espuelas.
– Tendr'e que aburrirme sin poder bailar… y eso que voy con tres hombres. !Qu'e suerte la m'ia!
Pero alguien intervino como si hubiese escuchado sus quejas. Torrebianca hizo un gesto de contrariedad. Era un joven danzar'in, al que hab'ia visto muchas veces en los restoranes nocturnos. Le inspiraba una franca antipat'ia, por el hecho de que su mujer hablaba de 'el con cierta admiraci'on, lo mismo que todas sus amigas.
Gozaba los honores de la celebridad. Alguien, para marear ir'onicamente la altura de su gloria, lo hab'ia apodado
Esta «'aguila» bailarina, que se hac'ia mantener por sus parejas, seg'un murmuraban los envidiosos de su gloria, se vi'o aceptada por la mujer de Torrebianca, y los dos empezaron 'a danzar. El cansancio oblig'o 'a Elena repetidas veces 'a volver 'a la mesa; pero al poco rato ya estaba llamando con sus ojos al bailar'in, que acud'ia oportunamente.
Torrebianca no ocult'o su disgusto al verla con este mozo antip'atico. Fontenoy permanec'ia impasible 'o sonre'ia distra'ida-mente durante los breves momentos que Elena empleaba en descansar.
Volvi'o 'a acordarse Robledo de la expresi'on de lejan'ia que hab'ia observado en todos los que tienen un pagar'e de vencimiento pr'oximo. Pero este recuerdo pas'o r'apidamente por su memoria.
Mir'o con m'as atenci'on al banquero, y se di'o cuenta de que ya no pensaba en cosas invisibles. La insistencia de Elena en bailar con el mismo jovenzuelo hab'ia acabado por imprimir en su rostro un gesto de descontento igual al que mostraba Torrebianca.
Siempre que pasaba ella en brazos de su danzar'in, sonre'ia 'a Fontenoy con cierta malicia, como si gozase viendo su cara de disgusto.
El espa~nol mir'o 'a un lado de la mesa, luego mir'o al lado opuesto, y pens'o:
«Cualquiera dir'ia que estoy entre dos maridos celosos.»
CAP'ITULO III
En uno de los t'es de la marquesa de Torrebianca conoci'o Robledo 'a la condesa Titonius, dama rusa, casada con un noble escandinavo, el cual parec'ia absorbido por su c'onyuge, hasta el punto de que nadie reparase en su persona.
Era una mujer entre los cuarenta a~nos y los cincuenta, que todav'ia guardaba vestigios algo borrosos de una belleza ya remota. Su obesidad desbordante, blanca y fl'acida ten'ia por remate una cabecita de mu~neca sentimental; y como gustaba de escribir versos amorosos, apresur'andose 'a recitarlos en el curso de las conversaciones, sus enemigas la hab'ian apodado «Cien kilos de poes'ia».
Se presentaba en plena tarde audazmente escotada, para lucir con orgullo sus albas y gelatinosas superfluidades. Usaba joyas gigantescas y b'arbaras, en armon'ia con una peluca rubia 'a la que iba a~nadiendo todos los meses nuevos rizos.
Entre estas alhajas escandalosamente falsas, la 'unica que merec'ia cierto respeto era un collar de perlas, que, al sentarse su due~na, ven'ia 'a descansar sobre el globo de su vientre. Estas perlas irregulares, angulosas y con ra'ices se parec'ian 'a los dientes de animal que emplean algunos pueblos salvajes para fabricarse adornos.