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ЖАНРЫ

La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке
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Viv'ia en un hotel antiguo, cerca del bulevar de los Italianos, por haberlo admirado en otros tiempos como un lugar de paradis'iacas delicias, cuando era estudiante de escasos recursos y estaba de paso en Par'is; pero las m'as de sus comidas las hac'ia con Torrebianca y su mujer. Unas veces eran 'estos los que le invitaban 'a su mesa; otras los invitaba 'el 'a los restoranes m'as c'elebres.

Adem'as, Elena le hizo asistir 'a algunos t'es en su casa, present'andolo 'a sus amigas. Mostraba un placer infantil en contrariar los gustos del «oso patag'onico», como ella apodaba 'a Robledo, 'a pesar de las protestas de 'este, que nunca hab'ia visto osos en la Argentina austral. Como 'el abominaba de tales reuniones, Elena se val'ia de diversas astucias para que asistiese 'a ellas.

Tambi'en fu'e conociendo 'a los amigos m'as importantes de la casa en las comidas de ceremonia dadas por los Torrebianca. La marquesa no presentaba al espa~nol como un ingeniero que a'un estaba en la parte preliminar de sus empresas, la m'as dif'icil y aventurada, sino como un triunfador venido de una Am'erica maravillosa con much'isimos millones.

Dec'ia esto 'a sus espaldas, y 'el no pod'ia explicarse el respeto con que le trataban los otros invitados y la simp'atica atenci'on con que le o'ian apenas pronunciaba algunas palabras.

As'i conoci'o 'a varios diputados y periodistas, amigos del banquero Fontenoy, que eran los convidados m'as importantes. Tambi'en conoci'o al banquero, hombre de mediana edad, completamente afeitado y con la cabeza canosa, que imitaba el aspecto y los gestos de los hombres de negocios norteamericanos. Robledo, contempl'andole, se acordaba de 'el mismo cuando viv'ia en Buenos Aires y hab'ia de pagar al d'ia siguiente una letra, no teniendo reunida a'un la cantidad necesaria. Fontenoy ofrec'ia la imagen que se forma el vulgo de un hombre de dinero, director de importantes negocios en diversos lugares de la tierra. Todo en su persona parec'ia respirar seguridad y convicci'on de la propia fuerza. Pero 'a veces, como si olvidase el presente inmediato, frunc'ia el ce~no, quedando pensativo y completamente ajeno 'a cuanto le rodeaba.

– Piensa alguna nueva combinaci'on maravillosa – dec'ia Torrebianca 'a su amigo. – Es admirable la cabeza de este hombre.

Pero Robledo, sin saber por qu'e, se acordaba otra vez de sus inquietudes y las de tantos otros all'a en Buenos Aires, cuando hab'ian tomado dinero en los Bancos 'a noventa d'ias vista y era preciso devolverlo 'a la ma~nana siguiente.

Una noche, al salir de casa de los Torrebianca, quiso Robledo marchar 'a pie por la avenida Henri Martin hasta el Trocadero, donde tomar'ia el Metro. Iba con 'el uno de los invitados 'a la comida, personaje equ'ivoco que hab'ia ocupado el 'ultimo asiento en la mesa, y parec'ia satisfecho de marchar junto 'a un millonario sudamericano.

Era un protegido de Fontenoy y publicaba un peri'odico de negocios inspirado por el banquero. Su acidez de par'asito nece-sitaba expansionarse, criticando 'a todos sus protectores apenas se alejaba de ellos. A los pocos pasos sinti'o la necesidad de pagar la comida reciente hablando mal de los due~nos de la casa. Sab'ia que Robledo era compa~nero de estudios del marqu'es.

– Y 'a su esposa, ?la conoce usted tambi'en hace mucho tiempo?…

El maligno personaje sonri'o al enterarse de que Robledo la hab'ia visto por primera vez unas semanas antes.

– ?Rusa?… ?Cree usted verdaderamente que es rusa?… Eso lo cuenta ella, as'i como las otras f'abulas de su primer marido, Gran Mariscal de la corte, y de toda su noble parentela. Son muchos los que creen que no ha habido jam'as tal marido. Yo no me atrevo 'a decir si es verdad 'o mentira; pero puedo afirmar que en casa de esta gran dama rusa nunca he visto 'a ning'un personaje de dicho pa'is.

Hizo una pausa como para tomar fuerzas, y a~nadi'o con energ'ia:

– A m'i me han dicho gentes de all'a, indudablemente bien enteradas, que no es rusa. Eso nadie lo cree. Unos la tienen por rumana y hasta afirman haberla visto de joven en Bucarest;

otros aseguran que naci'o en Italia, de padres polacos. !Vaya usted 'a saber!… !Si tuvi'esemos que averiguar el nacimiento y la historia de todas las personas que conocemos en Par'is y nos invitan 'a comer!…

Mir'o de soslayo 'a Robledo para apreciar su grado de curiosidad y la confianza que pod'ia tener en su discreci'on.

– El marqu'es es una excelente persona. Usted debe conocerlo bien. Fontenoy hace justicia 'a sus m'eritos y le ha dado un empleo importante para…

Presinti'o Robledo que iba 'a oir algo que le ser'ia imposible aceptar en silencio, y como en aquel instante pasaba vac'io un autom'ovil de alquiler, se apresur'o 'a llamar 'a su conductor. Luego pretext'o una ocupaci'on urgente, recordada de pronto, para despedirse del maligno par'asito.

Siempre que hablaba 'a solas con Torrebianca, 'este hac'ia desviar la conversaci'on hacia el asunto principal de sus preocupaciones: el mucho dinero que se necesita para sostener un buen rango social.

– T'u no sabes lo que cuesta una mujer: los vestidos, las joyas; adem'as, el invierno en la Costa Azul, el verano en las playas c'elebres, el oto~no en los balnearios de moda…

Robledo acog'ia tales lamentaciones con una conmiseraci'on ir'onica que acababa por irritar 'a su amigo.

– Como t'u no conoces lo que es el amor – dijo Torrebianca una tarde – , puedes prescindir de la mujer y permitirte esa serenidad burlona.

El espa~nol palideci'o, perdiendo inmediatamente su sonrisa.

«?'El no hab'ia conocido el amor?» Resucitaron en su memoria, despu'es de esto, los recuerdos de una juventud que Torrebianca s'olo hab'ia entrevisto de un modo confuso. Una novia le hab'ia abandonado tal vez, all'a en su pa'is, para casarse con otro. Luego el italiano crey'o recordar mejor. La novia hab'ia muerto y Robledo juraba, como en las novelas, no casarse… Este hombre corpulento, gastr'onomo y burl'on llevaba en su interior una tragedia amorosa.

Pero como si Robledo tuviera empe~no en evitar que le tomasen por un personaje rom'antico, se apresur'o 'a decir esc'epticamente:

– Yo busco 'a la mujer cuando me hace falta, y luego contin'uo solo mi camino. ?Para qu'e complicar mi existencia con una compa~n'ia que no necesito?…

Una noche, al salir los tres de un teatro, Elena mostr'o deseos de conocer cierto restor'an de Montmartre abierto recientemente. Para sus amigos era un lugar m'agico, 'a causa de su decoraci'on persa – estilo Mil y una noches vistas desde Montmartre – y de su iluminaci'on de tubos de mercurio, que daba un tono verdoso 'a los salones, lo mismo que si estuviesen en el fondo del mar, y una lividez de ahogados 'a sus parroquianos.

Dos orquestas se reemplazaban incesantemente en la tarea de poblar el aire de disparates r'itmicos. Los violines colaboraban con desafinados instrumentos de metal, uni'endose 'a esta cencerrada bailable un claxon de autom'ovil y varios artefactos musicales de reciente invenci'on, que imitaban dos tablones que chocan, un fardo arrastrado por el suelo, una piedra sillar que cae…

En un gran 'ovalo abierto entre las mesas se renovaban incesantemente las parejas de danzarines. Los vestidos y sombreros de las mujeres – espumas de diversos colores en las que flotaban briznas de plata y oro – , as'i como las masas blancas y negras del indumento masculino, se esparc'ian en torno 'a las manchas cuadradas de los manteles.

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