La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке
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– A ver expl'iquese usted. D'igame cu'ales son sus planes para sacar 'a mi marido de aqu'i, llev'andolo 'a esas tierras lejanas donde vive usted como un se~nor feudal.
Insensible 'a la voz y 'a los ojos de ella, habl'o Robledo fr'iamente, lo mismo que si expusiese un trabajo de ingenier'ia.
Hab'ia discurrido, mientras conversaba con Federico, la manera de sacarlo de Par'is. Buscar'ia al d'ia siguiente un autom'ovil para 'el, como si se le hubiese ocurrido de pronto emprender un viaje 'a Espa~na. Era oportuno tomar precauciones. Torrebianca a'un estaba libre, pero bien pod'ia ser que lo vigilase preventivamente la polic'ia mientras el juez estudiaba su culpabilidad. Aunque la frontera de Espa~na estaba lejos, la pasar'ian antes de que la Justicia hubiese lanzado una orden de prisi'on. Adem'as, 'el ten'ia amigos en la misma frontera, que les ayudar'ian en caso de peligro para que pudiesen llegar los dos 'a Barcelona, y una vez en este puerto era f'acil encontrar pasaje para la Am'erica del Sur.
Elena le escuch'o frunciendo su entrecejo y moviendo la cabeza.
– Todo est'a bien pensado – dijo – ; pero en ese plan, ?por qu'e ha de incluir usted solamente 'a mi esposo? ?Por qu'e no puedo marcharme yo tambi'en con ustedes?
Torrebianca qued'o sorprendido por la proposici'on. Horas antes, al volver Elena 'a casa, hab'ia mostrado una gran confianza en el porvenir para animar 'a su marido y tal vez para enga~narse 'a s'i misma. Ven'ia de visitar 'a hombres que conoc'ia de larga fecha y de recoger grandes promesas, dadas con la galanter'ia melanc'olica y protectora que inspiran los recuerdos lejanos de amor. Como no ve'ia otro remedio 'a su situaci'on que estas palabras, hab'ia necesitado creer en ellas, forj'andose ilusiones sobre su eficacia; pero ahora, al conocer el plan de Robledo, todo su optimismo acababa de derrumbarse.
Las promesas de sus amistades no eran mas que dulces mentiras; nadie har'ia nada por ellos al verlos en la desgracia; la Justicia seguir'ia su curso. Su marido ir'ia 'a la c'arcel, y ella tendr'ia que empezar otra vez… !otra vez! en un mundo extremadamente viejo, donde le era dif'icil encontrar un rinc'on que no hubiese conocido antes… Adem'as, !tantas amigas deseosas de vengarse!…
Robledo vi'o pasar por sus ojos una expresi'on completamente nueva. Era de miedo: el miedo del animal acosado. Por primera vez percibi'o en la voz de Elena un acento de verdad.
– Usted es el 'unico, Manuel, que ve claramente nuestra situaci'on; el 'unico que puede salvarnos… Pero ll'eveme 'a m'i tambi'en. No tengo fuerzas para quedarme… Primero mendigar en un mundo nuevo.
Y hab'ia tal tristeza y tal mansedumbre en esta s'uplica, que el espa~nol la compadeci'o, olvidando todo lo que pensaba contra ella momentos antes.
Torrebianca, como si adivinase la repentina flaqueza de su amigo, dijo en'ergicamente:
– O te sigo con ella, 'o me quedo 'a su lado, sin miedo 'a lo que ocurra.
A'un dud'o Robledo unos momentos; pero al fin hizo con su cabeza un gesto de aceptaci'on. Inmediatamente se arrepinti'o, como si acabase de aprobar algo que le parec'ia absurdo.
Empez'o 'a reir Elena, olvidando con una facilidad asombrosa las angustias del presente.
– Yo siempre he adorado los viajes – dijo con entusiasmo. – Montar'e 'a caballo, cazar'e fieras, arrostrar'e grandes peligros. Voy 'a vivir una existencia m'as interesante que la de aqu'i; una vida de hero'ina de novela.
El espa~nol la mir'o como espantado de su inconsciencia. Ya no se acordaba de Fontenoy. Parec'ia haber olvidado igualmente que a'un estaba en Par'is, y de un momento 'a otro la polic'ia pod'ia entrar en la casa para llevarse 'a su marido.
Le alarm'o tambi'en la enorme distancia entre la existencia real de los que colonizan las soledades de Am'erica y las ilusiones novelescas que se forjaba esta mujer.
Torrebianca les interrumpi'o con palabras de desaliento, como si juzgase imposible la realizaci'on del plan de su amigo.
– Para marcharnos, necesitamos pagar antes lo que debemos. ?D'onde encontrar dinero?…
Su esposa volvi'o 'a reir, haciendo al mismo tiempo gestos de estra~neza.
– !Pagar!… ?Qui'en piensa en eso? Los acreedores esperar'an. Yo encuentro siempre una palabra oportuna para ellos… Ya les pagaremos desde Am'erica cuando t'u seas rico.
Obsesionado por sus escr'upulos, el marqu'es insisti'o en ellos con una tenacidad caballeresca.
– No saldr'e de aqu'i sin que hayamos pagado 'a lo menos nuestra servidumbre. Adem'as, necesitamos dinero para el viaje.
Hubo un largo silencio; y el marido, que segu'ia pensativo, dijo de pronto, como si hubiese encontrado una soluci'on:
– Por suerte, tenemos tus joyas. Podemos venderlas antes de embarcarnos.
Mir'o Elena ir'onicamente el collar y las sortijas que llevaba en aquel momento.
– No llegar'an 'a dar dos mil francos por 'estas ni por las otras que guardo. Todas falsas, absolutamente falsas.
– Pero ?y las verdaderas? – pregunt'o, asombrado, Torrebianca. – ?Y las que compraste con el dinero que te enviaron muchas veces de tus propiedades en Rusia?
Robledo crey'o oportuno intervenir para que no se prolongase este di'alogo peligroso.
– No quieras saber demasiado, y hablemos del presente… Yo pagar'e 'a tus dom'esticos; yo costear'e el viaje de los dos.
Elena le tom'o ambas manos, murmurando palabras de agradecimiento. Torrebianca, aunque conmovido por esta generosidad, insist'ia en no aceptarla; pero el espa~nol cort'o sus protestas.
– Vine 'a Par'is con dinero para seis meses, y me ir'e 'a las cuatro semanas; eso es todo.
Despu'es a~nadi'o con una desesperaci'on c'omica:
– Me privar'e de conocer unos cuantos restoranes nuevos y de apreciar varias marcas de vinos famosos… Ya ves que el sacrificio nada tiene de extraordinario.
Federico le estrech'o la diestra silenciosamente, al mismo tiempo que Elena le abrazaba y besaba con un impudor entusi'astico. Todas sus palabras eran ahora para un pa'is desconocido, en el que no pensaba horas antes y que admiraba ya como un para'iso.
– !Qu'e ganas tengo de verme en aquella tierra nueva, que, como dice usted, es la tierra de todos!…
Y mientras los esposos hablaban de sus preparativos para emprender al d'ia siguiente un viaje que en realidad, era una fuga, Robledo, puestos sus ojos en ella, se dijo mentalmente:
«!Qu'e disparate acabo de hacer!… !Qu'e terrible regalo voy 'a llevar 'a los que viven all'a lejos, duramente… pero en paz!»
CAP'ITULO V
Unos trabajadores aragoneses que hab'ian emigrado 'a la Argentina, llevando una guitarra como lo m'as precioso de su bagaje para acompa~nar las coplas