La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке
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Despu'es de mirar los peri'odicos que estaban sobre la mesa, a~nadi'o:
– Como creo dificil'isima tu salvaci'on, ma~nana mismo salimos para la Am'erica del Sur. T'u eres ingeniero, y all'a en la Patagonia podr'as trabajar 'a mi lado… ?Aceptas?
Torrebianca permaneci'o impasible, como si no comprendiese esta proposici'on 'o la considerase tan absurda que no merec'ia respuesta. Robledo pareci'o irritarse por su silencio.
– Piensa en los documentos que firmaste para servir 'a Fontenoy, declarando excelentes unos negocios que no hab'ias estudiado.
– No pienso en otra cosa – contest'o Federico – , y por eso considero necesaria mi muerte.
Ya no contuvo su indignaci'on el espa~nol al oir las 'ultimas palabras, y abandonando su asiento, empez'o 'a hablar con voz fuerte.
– Pero yo no quiero que mueras, grand'isimo majadero. Yo te ordeno que sigas viviendo, y debes obedecerme… Imag'inate que soy tu padre… Tu padre no, porque muri'o siendo t'u ni~no… Hazte cuenta que soy tu madre, tu vieja mam'a, 'a la que tanto quieres, y que te dice:
La vehemencia con que dijo esto volvi'o 'a conmover 'a Torrebianca, hasta el punto de hacerle llevar las manos 'a los ojos. Robledo aprovech'o su emoci'on para decir lo que consideraba m'as importante y dif'icil.
– Yo te sacar'e de aqu'i. Te llevar'e 'a Am'erica, donde puedes encontrar una nueva existencia. Trabajar'as rudamente, pero con m'as nobleza y m'as provecho que en el viejo mundo; sufrir'as muchas penalidades, y tal vez llegues 'a ser rico… Pero para todo eso necesitas venir conmigo… solo.
Se incorpor'o el marqu'es, apartando las manos de su rostro. Luego mir'o 'a su amigo con una extra~neza dolorosa. ?Solo?… ?C'omo se atrev'ia 'a proponerle que abandonase 'a Elena?… Prefer'ia morir, pues de este modo se libraba del sufrimiento de pensar 'a todas horas en la suerte de ella.
Como Robledo estaba irritado, y en tal caso, siempre que alguien se opon'ia 'a sus deseos, era de un car'acter impetuoso, exclam'o ir'onicamente:
– !Tu Elena!… Tu Elena es…
Pero se arrepinti'o al fijarse en el rostro de Federico, procurando justificar su tono agresivo.
– Tu Elena es… la culpable en gran parte de la situaci'on en que ahora te encuentras. Ella te hizo conocer 'a Fontenoy, ?No es as'i?… Por ella firmaste documentos que representan tu deshonra profesional.
Federico baj'o la cabeza; pero el otro todav'ia quiso insistir en su agresividad.
– ?C'omo conoci'o tu mujer 'a Fontenoy?… Me has dicho que era amigo antiguo de su familia… y eso es todo lo que sabes.
A'un se contuvo un momento, pero su c'olera le empuj'o, pudiendo m'as que su prudencia, que le aconsejaba callar.
– Las mujeres conocen siempre nuestra historia, y nosotros s'olo sabemos de ellas lo que quieren contarnos.
El marqu'es hizo un gesto como si se esforzase por comprender el sentido de tales palabras.
– Ignoro lo que quieres decir – dijo con voz sombr'ia – ;
pero piensa que hablas de mi mujer. No olvides que lleva mi nombre. !Y yo la amo tanto!…
Despu'es quedaron los dos en silencio. Seg'un transcurr'ian los minutos parec'ia agrandarse la separaci'on entre ambos. Robledo crey'o conveniente hablar para el restablecimiento de su amistosa cordialidad.
– All'a, la vida es dura, y s'olo se conocen de muy lejos las comodidades de la civilizaci'on. Pero el desierto parece dar un ba~no de energ'ia, que purifica y transforma 'a los hombres fugitivos del viejo mundo, prepar'andolos para una nueva existencia. Encontrar'as en aquel pa'is n'aufragos de todas las cat'astrofes, que han llegado lo mismo que los que se salvan nadando, hasta poner el pie en una isla bienaventurada. Todas las diferencias de nacionalidad, de casta y de nacimiento desaparecen. All'a s'olo hay hombres. La tierra donde yo vivo es… la tierra de todos.
Como Torrebianca permanec'ia impasible, crey'o oportuno recordarle otra vez su situaci'on.
– Aqu'i te aguardan la deshonra y la c'arcel, 'o lo que es peor, la est'upida soluci'on de matarte. All'a, conocer'as de nuevo la esperanza, que es lo m'as precioso de nuestra existencia… ?Vienes?
El marqu'es sali'o de su estupefacci'on, iniciando el esperado movimiento afirmativo; pero Robledo le contuvo con un adem'an para que esperase, y a~nadi'o en'ergicamente:
– Ya sabes mis condiciones. All'a hay que ir como 'a la guerra: con pocos bagajes; y una mujer es el m'as pesado de los estorbos en expediciones de este g'enero… Tu esposa no va 'a morir de pena porque t'u la dejes en Europa. Os escribir'eis como novios; una ausencia larga reanima el amor. Adem'as, puedes enviarla dinero para el sostenimiento de su vida. De todos modos, har'as por ella mucho m'as que si te matas 'o te dejas llevar 'a la c'arcel… ?Quieres venir?
Qued'o pensativo Torrebianca largo rato. Despu'es se levant'o 'e hizo una se~na 'a Robledo para que esperase, saliendo de la biblioteca.
No permaneci'o mucho tiempo solo el espa~nol. Le pareci'o oir muy lejos, como apagadas por las colgaduras y los tabiques, voces que casi eran gritos. Luego sonaron pasos m'as pr'oximos, se levant'o violentamente un cortinaje y entr'o Elena en la biblioteca seguida de su esposo.
Era una Elena transformada tambi'en por los acontecimientos. Robledo crey'o que para ella las horas hab'ian sido igualmente largas como a~nos. Parec'ia m'as vieja, pero no por eso dejaba de ser hermosa. Su belleza ajada era m'as sincera que la de los d'ias risue~nos. Ten'ia el melanc'olico atractivo de un ramo de flores que empiezan 'a marchitarse. Hab'ian transcurrido veinticuatro horas sin que pudiera ella dedicarse 'a los cuidados de su cuerpo, y se hallaba adem'as bajo la influencia de incesantes emociones, unas dolorosas y otras irritantes para su amor propio. M'as que en la suerte de su marido, pensaba en lo que estar'ian diciendo 'a aquellas horas las numerosas amigas que ten'ia en Par'is.
Arroj'o violentamente 'a sus espaldas el cortinaje, y fu'e avanzando por la biblioteca como una invasi'on arrolladora. Sus ojos parecieron desafiar 'a Robledo.
– ?Qu'e es lo que me cuenta Federico? – dijo con voz 'aspera. – ?Quiere usted llev'arselo y que deje abandonada 'a su mujer entre tantos enemigos?…
Torrebianca, que al marchar detr'as de ella sent'ia de nuevo su poder de dominaci'on, crey'o del caso protestar para convencerla de su fidelidad.
– Yo no te abandonar'e nunca… Se lo he dicho 'a Manuel varias veces.
Pero Elena no lo escuchaba, y continu'o avanzando hacia Robledo.
– !Y yo que le ten'ia 'a usted por un amigo seguro!… !Mal sujeto! !Querer arrebatar 'a una mujer el apoyo de su esposo, dej'andola sola!…
Al hablar miraba fijamente los ojos del espa~nol, como si pretendiese contemplarse en ellos. Pero debi'o ver tales cosas en estas pupilas, que su voz se hizo m'as suave, y hasta acab'o por fingir un moh'in infantil de disgusto, amenazando al hombre con un dedo. El colonizador permaneci'o impasible, encontrando, sin duda, inoportunas estas gracias pueriles, y Elena tuvo que continuar hablando con gravedad.